El árbol de oro es la historia de un chico que tiene acceso a un lugar al que lo demás no tienen y donde ve algo que otros no pueden ver. El sitio es significativo: allí se guardan los libros de lectura de una clase. Ivo es -autorizado por la maestra- es custodio de las letras. Y desde el allí, desde una ranura de la terracita donde se guardan los libros, puede ver un árbol de oro. El narrador, una compañera de Ivo, admite que hay otros chicos que poseen mayores méritos académicos que ameritarían tal deber. Pero Ivo ejerce una atracción sobre sus compañeros -y al parecer no sólo sobre ellos- fundada no en la inteligencia ni la gracia, sino en una característica difusa que su compañero admite no puede precisar.
Aquí hay un símil entre lo que Ivo ve, que posee también algunas propiedades difusas, se va renovando; y los que sus compañeros -y la maestra- ven en el. Ivo desaparece y, tras algún tiempo, su compañera encuentra el árbol de oro, antes inexistente, ahora de pie y a dedicado a Ivo. Tal vez la compañera encontró aquello que diferenciaba a Ivo, aquello que despertaba su atención y la de los demás.
Me gustaría trazar un último paralelismo, y es con otra obra de Matute: El polizón de “Ulises”. En ambos textos se hace uso del lugar en que un niño hace uso de su imaginación. En el caso del Polizón, Matute utiliza un desván de una casa; ahora un altillo en una escuela rural. Ambos son símbolos de la inocencia perdida. Y en ambos existe un espejo -en el Polizón un prófugo al que Jujú debe prestar ayuda, y en este caso unos chicos que dudan de la existencia de un objeto- que devuelve al niño la imagen de una persona que ya no es tal. Ivo desaparece tras ser cuestionado por la narradora, Jujú se hace hombre tras un desengaño: la imagen del espejo nunca es inocente. La narradora, al volver al pueblo y descubrir el árbol, no vio su imagen en el espejo, vio a a Ivo, como no la había visto antes.
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